Al Movimiento Juvenil Dominicano de Venezuela
Por: Carlos F. Beltrán. Coordinador Internacional del IDYM.
Pocas cosas me hacían tan feliz como la llegada de las vacaciones de fin de año, porque eso significaba que podíamos irnos de viaje todos juntos en el carro familiar al país de las maravillas. Como lo veía, Venezuela era el chocolate fino de aroma en las estanterías del Garzón de San Cristóbal, entre los Pirulin y la Nutella, que no se conseguían en Cúcuta. Volvía corriendo a donde estaba mi mamá, con una sonrisa infantil y los brazos cargados, intentando convencerla de comprarlo todo, porque “no sabía cuándo íbamos a volver”.
Venezuela, mis hermanos y hermanas, olía a Navidad para mí. Eran momentos en carretera en que podía ser un niño feliz con su hermanos y sus papás, descansando en panaderías al borde del camino solamente para ser felices. En el Sambil, gran centro comercial cercano a la frontera, había McDonalds y una librería gigantesca, con una cascada de agua vertical que parecía cristal fundido, en un tiempo en el que en mi ciudad no teníamos ni lo uno ni lo otro. El primer libro que leí en mi vida, Harry Potter y la Piedra Filosofal, tuvieron que traérmelo de una librería de segunda mano de Caracas.
Esa fue la Venezuela que viví. Un pueblo extraordinario del que nos separaba un puente inocuo, que no significaba más que una carretera que se podía atravesar en cualquier momento. Los 24 de diciembre hacíamos hayacas con leña que se terminaban convirtiendo en fogatas alrededor de las cuales se reunía toda la familia a hacer la novena y conversar, y los 31 cantábamos todos que faltaban 5 pa’ las doce. Como muchos niños de la frontera, crecí llevando mis juguitos Yukery y mis arepas favoritas, con diablitos o Cheez Whiz, al colegio.
No puedo evitar llorar con ustedes cuando veo todo lo que ha pasado. Estaba en el último año del colegio en 2015 cuando las familias colombianas fueron expulsadas de Venezuela con una violencia brutal. Luego, en la universidad, ver como asesinaban a mis amigos de la católica Andrés Bello y de la UCV, entre otras universidades, me causó una profunda impresión. Tanto que yo, que soy alérgico a las protestas y los gentíos, recordaba a Neomar Lander cada vez que con el puño en alto marchábamos en Bogotá los estudiantes.
Estos últimos años, me ha dolido encontrarme con tantos de ustedes que peregrinan por las carreteras de Colombia en busca de un mejor futuro. Ancianos, niños, familias, que caminan horas y horas con sol y con lluvia, entre la inclemencia de los páramos y el calor de los Santanderes, migrando hacia un mañana incierto. Ver caer ante mis ojos a un país que quiero tanto me ha partido el corazón en una forma que todavía no puedo sanar.
Hoy veo con ojos de amor la esperanza en los rostros de una nación que no se da por vencida. Una que sin medios de comunicación ha logrado unirse y caminar junta como he visto tantas veces en estos días en Tik Tok. Que sin recursos es capaz de movilizarse, de resistir. He visto una dama de blanco con el rosario al cuello que ondea una bandera, como la Libertad guiando al pueblo de Delacroix, al que madres en llanto le suplican que traiga de vuelta a sus hijos y jóvenes le piden que les permita graduarse fuera de una dictadura, o que los reencuentre con sus hermanos, mientras ríos de gente la acompañan por la Avenida Libertador, que se queda pequeña ante la marea humana.
¡Qué noches más oscuras han vivido! Y aún así, he visto como en ustedes resurge la ilusión y la conservan como una lucecita en su candil, que no se apaga. A prueba de tormentas. Por todos los hijos que murieron en las calles ahogados en la sangre de la injusticia. Por los que tuvieron que dejarlo todo y abandonar lo que conocían para luchar por su futuro. Por los abuelos y los niños que no pudieron conseguir los medicamentos para tratarse y curarse. Por los sufrimientos de aquellos que en países extraños tuvieron que sufrir humillaciones, la xenofobia o la violencia, llevando sobre su alma arrugada esas 8 lucecitas en un firmamento sin estrellas. Por todo ello, no pueden rendirse jamás.
Y por todos ellos, Movimiento Juvenil Dominincano de Venezuela, espero y les deseo que su esperanza nunca se apague. Que los que se aman puedan regresar, y las familias puedan volver a abrazarse. Que nunca más estén condenados a la soledad ni al silencio. Que su sonrisa no se acabe, respaldados por aquel que tuvo tanto amor que dió la vida por sus amigos (Juan 15, 13), como muchos de ustedes la han dado. Que el arpa, la gaita y las tamboras suenen en todos sus rincones, mientras las guacamayas de Caracas alzan el vuelo en una explosión de colores que anuncie el fin de esta pesadilla.
Sean predicadores de la verdad y, como jóvenes dominicos, testimonien que otra Venezuela es posible. A ustedes, mis hermanos y hermanas, que tanto han sufrido y luchado, este monumento hecho con palabras, que honra su tesón y su coraje. A lo que fueron, pero sobre todo a lo que son y a lo que pueden ser. Espero verlos pronto, muy pronto, bravo pueblo, libres, plenos y en paz, mi pequeña Venecia. No los olvidamos nunca, están siempre presentes en nuestros pensamientos y oraciones, muy cerquita del corazón. Para que haya muchos más “Diciembres en Caracas”, como ha cantado con tanta emoción Danny Ocean en estos días. Libres, como la luz de la aurora, que anuncia al amanecer de los justos (Proverbios 4, 18).